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Ley Fernanda y terrorismo

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Por: Óscar Armando Valladares
En animado mitin opositor (21 de febrero recién pasado) –sucedido en los bajos del Congreso–, el veterano político liberal Carlos Montoya sacó a colación la Ley Fernanda, mientras intramuros se aprobaban reformas de orden penal.
Nombrábase así a la ley de marras en razón de haber sido propuesta por el periodista y diputado Fernando Zepeda Durón, notoria figura del régimen que por 16 años señoreó el general Tiburcio Carías Andino. Tendenciosamente anticomunista, el articulado servía de ariete contra quien violentara el sistema republicano y democrático y el clima de “bendita paz”.
Devenida del conflicto ideológico de Estados Unidos y  la Unión Soviética, la lucha en derredor del marxismo se planteó en términos de represión-subversión sobre todo en América Latina, más aún con el triunfo de la Revolución Cubana en 1959. En ese contexto la Ley Fernanda mantuvo su vigencia más allá del poder político que le dio vida, si bien con otra indumentaria.
Dos o tres hechos vienen al caso. Uno de ellos lo recoge –como testigo de vista– el abogado Ramón Ernesto Cruz. “En El Día iniciaron una campaña tendiente a reformar la Constitución de 1936, cuya finalidad era la de permitir la continuación en el poder del presidente de la República, doctor Juan Manuel Gálvez. Tal campaña terminó, prácticamente, cuando el Congreso Nacional en sus sesiones de diciembre de 1953 declaró sin lugar la reforma propuesta”, recalcando el doctor Cruz que el general Carías “había sido el principal oponente… al continuismo del señor doctor  Gálvez”.
Develada la maniobra –recurrente ahora–, tres facciones se inscribieron para contender en los comicios de 1954: Liberal, Nacional y Movimiento Nacional Reformista, ramas los dos últimos del mismo tronco “cachureco”. Hubo, como es costumbre, reuniones con la embajada estadounidense, representada por el señor Whitting Willawer. En uno de esos encuentros –refiere el doctor Cruz– el agente diplomático comentó a Carías que el “Departamento de Estado tenía datos de que en el Partido Liberal se habían infiltrado elementos izquierdistas y organizado varias células comunistas”; que a raíz de la caída del gobierno de Árbenz en Guatemala se comprobó que dicho partido “había recibido ayuda financiera del exterior”, principalmente del país vecino. En cuanto a la susodicha infiltración, Carías le precisó que “esta había ocurrido en la administración del doctor  Gálvez, pues durante el régimen anterior del propio general Carías los comunistas no habían podido organizarse y se dio una ley para castigar a los que propagaran doctrinas totalitarias”.
A tono con el espíritu de esa misma ley, el 3 de octubre de 1963 se dio al traste con la administración liberal del doctor Ramón Villeda Morales, medida que ponía fin –según denotaba la proclama militar– “a la intranquilidad reinante; al caos que se avizoraba… como consecuencia natural de prácticas disolventes, hechas con siniestros propósitos”. Horas más tarde, el hombre fuerte del madrugón, Oswaldo López Arellano, denunciaba con virulencia “la infiltración de elementos marxistas en las esferas del gobierno”. Otra figura castrense, Gustavo Álvarez Martínez, asumió en el país el mando anticomunista durante un lapso que puede determinarse de 1977 al 31  de marzo de 1983 (fecha de su muerte violenta nunca esclarecida), en que el sustrato de la Ley Fernanda signó la política de “Seguridad Nacional”.
Dos hechos más, esta vez de incidencia planetaria: la caída del muro de Berlín (con que suele simbolizarse la debacle de la Unión Soviética) en 1991, y la voladura de las torres gemelas (en el corazón de Estados Unidos) el 11 de septiembre de 2001, marcaron esquemáticamente el acabose del peligro comunista y el ascenso definitivo del terrorismo como amenaza transfronteriza.
Acorde con este “ascenso”, casi ocho años después del golpe inferido al presidente Zelaya Rosales se tipifica como delito la amenaza en cuestión en un lato y abstruso sentido que, trasladado al ámbito procesal, podría aplicarse a sucesos de carácter político social y, así como va la caravana, instituir acto seguido la pena capital con similar enfoque banderizo.
Por de pronto, dejamos sobre el tapete una inquietud referida a algo complejo aunque de viable ocurrencia: si se presentara la necesidad de ejercer el derecho que autoriza el artículo tercero de la Constitución, a tenor del cual el pueblo puede acudir a la insurrección, ¿juzgaría el poder usurpador como delito de terrorismo ese  lícito expediente? Y, de reputarlo así, ¿emplearía el peso punitivo de la ley y el arbitrio consabido de las armas?
Verdaderamente, determinaciones conflictivas –como la promovida por una mayoría simple diputadil en un año electoral– en lugar de servir al procomún pueden a la vuelta de la esquina trocarse, no en bombas de Teofilito: en bombas de relojería.

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