Eduardo Montagut
Nueva Tribuna
El imperialismo norteamericano surgió por la combinación de dos factores. En primer lugar, existirían unas causas económicas. Su espectacular crecimiento económico, especialmente después de terminada la guerra civil, proporcionó a los Estados Unidos una gran potencia militar y generó la necesidad de buscar mercados y más materias primas. Pero, por otro lado, el proteccionismo europeo, a raíz de la primera gran crisis del capitalismo en 1873, cerró el principal mercado en el mundo. Los aranceles impuestos por los países europeos a las importaciones norteamericanas generaron en Estados Unidos la convicción de que debían buscar y establecer relaciones económicas con otras partes del mundo con el objetivo de asegurar mercados, lo que equivalía a emprender una política expansiva.
En segundo lugar, la política exterior norteamericana recibió una clara influencia del darwinismo social, es decir, de la aplicación de la teoría de la evolución y de la supervivencia de Darwin al ámbito político de las relaciones internacionales. Según esta interpretación, los EEUU debían competir de forma encarnizada con otras naciones para sobrevivir y prosperar. En los núcleos de poder norteamericano triunfó la idea de que el continente americano era el espacio natural de expansión de los Estados Unidos, en donde podían y debían intervenir para defender sus intereses. Esta idea ya había sido establecida anteriormente en la conocida Doctrina Monroe, formulada por la administración del presidente James Monroe, en el contexto de los procesos de independencia de la América Latina y de la Restauración en Europa. La Doctrina sentó los principios de la política exterior norteamericana durante todo el siglo XIX y, en realidad, del siglo XX, al menos en lo que se refiere al continente americano. Establecía el rechazo a cualquier intervención europea en América, como también contra toda intervención americana en Europa, cuestión que está en el origen de la política aislacionista norteamericana hasta la Segunda Guerra Mundial, con el paréntesis de la Primera Guerra Mundial.
Los Estados Unidos emprendieron una política imperialista orientada prioritariamente hacia el Caribe y Centroamérica, sin olvidar el sur del continente. También comenzaron a poner su punto de mira en el Pacífico, con el objetivo de situar en algunos enclaves bases navales para proteger sus rutas comerciales con Asia. En esta época se procedió a la conquista de Hawai. Por fin, para controlar el Estrecho de Bering, paso entre América y Asia, se adquirió Alaska a Rusia en el año 1867. La guerra de 1898 contra España supuso un hito fundamental en la historia del imperialismo de Estados Unidos, al ejercer una verdadera tutela sobre Cuba y Filipinas durante mucho tiempo e incorporando Puerto Rico a la Unión como estado libre asociado.
Los norteamericanos no pretendieron la conquista y colonización de muchos territorios, con algunas excepciones, tal y como hicieron los imperialismos europeo y japonés. Siempre prefirieron la injerencia en los asuntos internos y la sumisión económica de los países a sus intereses y de las compañías comerciales. El presidente Theodore Roosevelt fue un gran impulsor de esta política, conocida como del “Big Stick”. Roosevelt justificaba la intervención en Centroamérica y el Caribe en función de la inestabilidad política de algunos países, unido a que algunos de esos estados no cumplían con sus obligaciones financieras o confiscaban los bienes extranjeros. Así pues, los Estados Unidos se convirtieron en los gendarmes de esta región del mundo. Los objetivos que se perseguían con las intervenciones eran los siguientes: el ordenamiento y control de las finanzas de los países ocupados, la protección de los bienes, intereses y personal norteamericanos, y la instauración y sostenimiento de regímenes afines a los intereses de los Estados Unidos. La historia de ocupaciones e intervenciones directas es larga: Cuba, Puerto Rico, Nicaragua, Haití y República Dominicana.