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¿El 2018 será tan revolucionario como 1968?

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Un carro alegórico representa a Jaroslaw Kaczynksi, líder del partido Ley y Justicia en Polonia, y a Viktor Orbán, primer ministro de Hungría, en el carnaval satírico anual de Düsseldorf, Alemania, que se celebró este mes.CreditThilo Schmuelgen/Reuters

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VIENA — El pasado octubre, un grupo de respetados pensadores conservadores de todo el continente publicaron un manifiesto titulado Una Europa en la que podemos creer. Es, desde varias perspectivas, un documento amable y bellamente escrito, una mezcla retórica entre el discurso del movimiento de liberación nacional perteneciente a los gloriosos días de la descolonización y una guía retrógrada de museo.
Al leer esta declaración, los lectores se quedan con la impresión de que los conservadores europeos son antiimperialistas (se quejan de que la Unión Europea es “un imperio de dinero y leyes”), anticolonialistas (“la inmigración sin asimilación es colonización”) y defensores del Estado-nación que menosprecian las élites proeuropeas (que, según declaran, están “cegadas por la vanidad y las ideas autocomplacientes de un futuro utópico”).
Aunque usted no lo crea, la revolución nativista que reclaman se parece a los levantamientos de la izquierda en 1968. Al igual que los manifestantes de ese entonces, estos intelectuales no solo quieren ganar elecciones, sino también cambiar la manera en que la gente piensa y vive. No obstante, al mismo tiempo quieren deshacer el legado que el año 1968 dejó en Europa.
El principal concepto que impulsó el movimiento de 1968 fue el “reconocimiento”. El reconocimiento, para esa generación, significaba básicamente que aquellos sin poder político debían tener los mismos derechos que los poderosos. La palabra clave para la actual revolución nativista es “respeto”, que para los rebeldes del siglo XXI significa que el hecho de que todos tengamos los mismos derechos no cambia el hecho de que tenemos un poder político distinto.
Si las manifestaciones de 1968 defendían los derechos de las minorías —étnicas, religiosas y sexuales (un lema era “Todos somos minorías”)—, la actual revolución nativista se centra en los derechos de las mayorías. Si en 1968 se pedía que los países confesaran sus pecados —recuerden al canciller de Alemania Willy Brandt arrodillado frente al monumento al Levantamiento del Gueto de Varsovia—, ahora los líderes nativistas están más ocupados en pregonar la inocencia celestial de sus países (la ley polaca más reciente que criminaliza cualquier referencia a la participación de Polonia en el Holocausto es un ejemplo especialmente vergonzoso). Si la generación de 1968 se concebía como descendiente de los judíos masacrados, los líderes nativistas prefieren ser defensores del Estado de Israel.
Los partidos populistas de la derecha actual son, por encima de todo, partidos culturales. Perciben su posición de poder como una oportunidad para moldear la identidad nacional y establecer la narrativa histórica correcta. No les interesa mucho cambiar el sistema de impuestos o de beneficencia; para ellos, lo más importante es cómo se relaciona la sociedad con su pasado y cómo educar a los niños. El debate de la migración es, más que nada, una oportunidad para definir quién pertenece y puede pertenecer a una comunidad política nacional.
Sin embargo, mientras que en algunos países la revolución nativista se convierte en una lucha entre liberales y conservadores, en la Unión Europea se vive como un conflicto entre Europa oriental y Europa occidental. En concreto: es un conflicto entre dos versiones del conservadurismo.
La posición conservadora de Europa occidental, que se originó después de 1968, ha internalizado algunos aspectos progresistas que conformaron a Occidente durante los últimos cincuenta años —como la libertad de expresión y el derecho a ser distinto—, mientras que rechaza lo que considera el exceso de 1968. En Europa occidental, los activistas importantes y los líderes de la extrema derecha pueden ser homosexuales declarados sin que nadie se sorprenda.
En su versión oriental, el conservadurismo es una forma más radical de nativismo. Rechaza la modernidad en general y percibe los cambios culturales de las décadas recientes como intentos por destruir las culturas nacionales de las sociedades europeas del centro y del este. Ser conservador en Europa central no solo significa estar en contra de los excesos de 1968, sino también en contra de cualquier atisbo de cosmopolitismo o diversidad.
Esta visión no tiene un mejor representante que el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán. “Debemos dejar claro que no queremos ser diversos ni tampoco queremos mezclarnos”, dijo este mes. “No queremos que nuestro color, tradiciones y cultura nacional se mezclen con los de otros. No queremos eso en absoluto. No queremos ser un país diverso. Queremos ser lo mismo en lo que nos convertimos hace 1100 años aquí en la cuenca de los Cárpatos” (es notable que el primer ministro húngaro recuerde tan vívidamente qué era ser un húngaro hace once siglos).
No obstante, esta postura aclara las diferencias entre la visión del conservadurismo oriental y el occidental. En Occidente, los conservadores creen que no es suficiente obtener un pasaporte austriaco o alemán para convertirse en austriaco o alemán; también es obligatorio asimilar la cultura dominante. En la visión de Orbán, no te puedes convertir en húngaro si no naciste húngaro.
Además, existe una paradoja en la revolución nativista de Europa. Tanto Europa del Este como la Europa occidental se han desplazado hacia la derecha en años recientes, pero el cambio no ha contribuido a la unidad europea, sino que ha abierto aún más la brecha entre las dos regiones.
Aunque los europeos occidentales refuten los méritos de la diversidad, ya viven en sociedades culturalmente diversas desde hace tiempo. Los europeos del centro y del este, por otro lado, viven en sociedades étnicamente homogéneas y creen que la diversidad no sucederá en sus comunidades. Los conservadores en la parte occidental de Europa sueñan con un continente donde las mayorías serán las que dirijan a la sociedad; en la parte oriental sueñan con una sociedad sin minorías y gobiernos sin oposición.
De este modo, aunque los líderes conservadores como Orbán, que quiere que su país retroceda 1100 años, y Sebastian Kurz, el nuevo primer ministro conservador de Austria, compartan visiones similares en cuanto al control de la migración o la desconfianza al conservadurismo a la antigua, no son aliados naturales cuando se trata del futuro de la Unión Europea.
De hecho, discrepan de la misma manera en que Europa occidental y Europa oriental discrepaban en 1968. En Occidente el foco estaba en la soberanía individual; en el Oriente el foco estaba en la soberanía de la nación.

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