LA OPINIÓN DE Carlos Herrera
Es muy probable que alguien se acerque a usted con una
hucha. Son la gente del Domund. No piden para ellos. Piden para las misiones
Día 19/10/2013 - 07.10h
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JOSÉ M. marchó hace unos puñados de años al corazón de
África. Su familia había dispuesto para él una vida llena de competiciones y
desafíos en los que la victoria por la excelencia estaba más que garantizada.
Era despierto, ágil y resolutivo. Gozaba de don de gentes, su aspecto era
agradable y las posibilidades de triunfo en la empresa familiar rebosaban
cualquier pronóstico optimista. Lo dejó todo, lo que tenía y lo que podía
llegar a tener, por acercarse a una maldita aldea en el corazón de la negritud
en la que faltaba todo: el agua, las jeringuillas, los antibióticos, la calma,
las matemáticas y Dios.
Tras años sorteando las iras locales, las furias
tribales, los olvidos civilizados y las carencias materiales, José M. edificó
una escuela, un ambulatorio, una depuradora y una aldea para recoger en ella a
los olvidados, a los enfermos, a los parias, a los huérfanos de la guerra, a
los transeúntes y a los sumisos hijos de la nada. Dio de comer a los
vagabundos, enseñó a los menores y educó a los adultos.
Fue un hombre feliz que
sintió que había cumplido un deber: dar lo mejor de sí por los demás. No era
sacerdote: sólo un laico que creyó que su deber en el mundo estaba allá donde
nadie antes había tenido el detalle de acudir. Una noche de incendio social y de
odios inflamados, José M. fue asesinado por una turba que arrasó la aldea que
construyó con la ayuda de las buenas personas que dejaron algún donativo en las
diversas campañas caritativas que se organizaban en su país, el nuestro. Fue
colgado de un árbol y abrasado después de ser rociado con gasolina. Su familia
y sus amigos le seguimos llorando desconsolados. Los chiquillos de su aldea,
qué decir, también.
Al igual que José, sacerdotes, religiosas y laicos dejan su
vida, mejor o peor, para acudir a los infiernos, a los páramos, a la nada, a
los campos de desolación, a los mustios collados, allá donde no ha llegado la
luz, Internet, la penicilina, la cocacola o la esperanza para ayudar a los
necesitados. Unos pregonan la Palabra de Dios a la par que enseñan a cultivar
patatas, otros operan de cataratas o de apendicitis y otros tantos enseñan a
leer y a escribir a quienes así tendrán algún día la oportunidad de ser libres.
Todos ofrecen lo mejor de sí mismos. Pero sin ayuda no pueden dar más de sí que
sus buenas intenciones, su esfuerzo, su inmensa humanidad.
A unos les llama
Dios y a otros les llama esa otra forma de Dios que es la solidaridad humana.
Hay miles de misioneros por el mundo; muchos de ellos donde los cristianos son
perseguidos de forma inmisericorde. Y hay otros tantos que evangelizan
espíritus y que, a la par, administran otros alimentos más urgentes y
materiales para el ser humano.
La Fe y la Caridad hacen la Misión, dice el lema de este
año. He conocido gente sin Fe que resulta ser caritativa y admirable. Y gente
piadosa que se vuelve de espalda ante la caridad. Pero sé de mucha más que,
desde la Fe, entrega lo que puede para ayudar a los demás.
Es muestra de que el
ser humano existe y de que la grandeza reside en todos los hijos de este mundo.
Por ello me permito recordarles que pasado mañana domingo es muy probable que
alguien se acerque a usted con una hucha con la intención de que deposite en
ella alguna de las monedas que peregrinan por sus bolsillos. Son la gente del
Domund. No piden para ellos, no piden para difusos proyectos de difícil
concreción, no piden para siglas indecisas. Piden para las misiones. Sí, sí,
para las misiones; para hombres y mujeres como José M., ante cuyo recuerdo me
inclino admirado y respetuoso. De su humilde generosidad dependen muchos.
Adelante.
Fuente: ABC, España
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