La
dimensión física de la monstruosidad es una maniobra distractiva. Su
cara grotesca y horrorosa protege una fragilidad que, sin espinas, no
sobreviviría en la jungla esteta que se da en llamar normalidad.
Un niño
mexicano de nombre Guillermo, regordete, cegatón e introvertido, era el
blanco fácil de la crueldad infantil escolar. Empeorando la situación,
un catolicismo represor fungía de estructura familiar básica. El
resultado fue una infancia solitaria y lúgubre.
Solo le
quedaban los monstruos, esos otros apestados, como natural compañía
imaginaria. El vampiro, la momia, toda criatura víctima de una
metamorfosis aberrante, eran de los suyos. Para obligarlos a ser reales,
registraba sus formas e improbables aventuras en libretitas,
organicidad portátil que inició la configuración de una carrera dedicada
a la dignificación de lo monstruoso.
Este
mexicano, hoy un director de cine de nombre Guillermo del Toro, está a
días de acudir a los premios Óscar, donde intentará arrasar con las
estatuillas por su película “La forma del agua”,
que no es sino un homenaje amoroso a uno de esos monstruos que no lo
dejó solo en la infancia, convirtiéndose en su familia elegida. El
objeto de su interés es “El monstruo de la laguna negra”, película de
1954 dirigida por Jack Arnold y último engendro de la serie clásica de
Universal Pictures.
EL HIJO DE LA LAGUNA
Era 1940 y
William Alland había recibido un notable encargo menor dentro de la
historia del cine mundial. Tenía que interpretar al reportero Thompson,
hombre de prensa que hurga en la vida ignota de Charles Foster Kane.
Trabajando en
“Ciudadano Kane” es que Alland conoce a un camarógrafo, mexicano como
Del Toro, de nombre Gabriel Figueroa. Este le contaba a Alland acerca de
la falsa leyenda de una criatura que habitaba en el río Amazonas entre
las fronteras de Brasil y el Perú. Se trataba de un ente mitad humano
mitad pez, con branquias que le permitían respirar bajo el agua.
Durante diez
años esas conversaciones incubaron en Alland. Al cabo de ellos es que se
le ocurre convertir el mito en película. Universal Pictures venía de
una larga y exitosa serie monstruosa –Frankenstein, Drá- cula, la momia,
el hombre lobo et al.– y decide cerrar ese ciclo con el espanto
acuático de “El monstruo de la laguna negra”.
CLINT EASTWOOD CONTRA EL MONSTRUO
La trama de
la película era elemental. Se descubre en la jungla amazónica una garra
humanoide fosilizada. Su peculiaridad es que tiene junturas entre los
dedos a manera de aletas. Era un guiño a Darwin, quien sostenía que la
mano humana era el resultado evolutivo de las aletas de nuestros
ancestros, aquellos salidos del mar.
El hallazgo
genera una artesanal misión exploradora amazónica a bordo del vapor
Rita. Además del elenco de rigor, pronto a morir en salvaguarda del
guion, navegan el científico evolucionista David Reed (Richard Carlson),
el dueño del instituto que lo financiaba, Mark Williams (Richard
Denning) y la novia del primero, Kay, interpretada por la inocentemente
seductora Julie Adams.
La tensión
en juego entre la academia y el capital disputando el interés femenino
se complica cuando aparece un tercer interesado en la mujer: la criatura
de la laguna. Pero branquia no mata galán: su mirada es la de una
corvina y la respiración por las agallas lo lleva a estar perennemente
con la boca abierta, como un mamerto. Pese a ello, un desesperado
impulso de fervorosa humanidad le hace raptar a la fémina y llevársela a
su gruta subterránea con intenciones que podrían homologarse con el
‘nesting’ contemporáneo. Aquel que supone ver Netflix mientras se
cucharea a la otra parte.
La película
termina con la captura fallida de la criatura, lo que
cinematográficamente se traduce en una rentable palabra trisílaba:
secuela. Al año siguiente, en “La venganza de la criatura” pasaría algo
histórico.
En esa
película el monstruo acuático es dejado en coma y puesto en cautiverio.
Desde una ventana de su celda acuática, la criatura, víctima rendida del
síndrome de Nicolás Arriola1 , se enamora una vez más de una de sus
captoras. El monstruo destruye el laboratorio.
Y aquí viene
lo histórico: en ese laboratorio aparece por primera vez en pantalla un
joven actor de 25 años que empezaba su carrera cinematográfica cobrando
75 dólares por semana en una película de terror. Se trataba de Clint
Eastwood, aún a dieciséis años de convertirse en Harry, el sucio.
"LA FORMA DEL AGUA"PUDO HABER SIDO PERUANA
A mediados de los noventa, Universal quiso revivir la franquicia de “El monstruo de la laguna negra”. Le ofreció la dirección de la película a uno de sus directores, el neozelandés Peter Jackson. Este respondió que si se trataba de rehacer un clásico del terror, el prefería dirigir una nueva versión de la película que lo había hecho elegir ser un director de cine: “King Kong”.
A mediados de los noventa, Universal quiso revivir la franquicia de “El monstruo de la laguna negra”. Le ofreció la dirección de la película a uno de sus directores, el neozelandés Peter Jackson. Este respondió que si se trataba de rehacer un clásico del terror, el prefería dirigir una nueva versión de la película que lo había hecho elegir ser un director de cine: “King Kong”.
En 1997 se
le encomendó a Guillermo del Toro que dirigiera la película. Él no pudo
decir que no, pues amaba esa película, pero tampoco podía decir que sí:
tenía otras dos películas pendientes por hacer, “Hellboy” y “El
laberinto del fauno”. Se le asignó un nuevo líder al proyecto, el
director Breck Eisner, más conocido por ser hijo del ex jefe de Disney
que por su cinematografía.
El guion se
actualizó: el laboratorio en busca de la criatura ahora tendría un
perfil dañino al medio ambiente, llevando la naturaleza del monstruo más
hacia “Alien” cruzado con Greenpeace. Inspirado en la gesta de Werner
Herzog cuando filmara “Fitzcarraldo”, moviendo naufragios en medio de la
selva, Eisner tenía ya locaciones elegidas en Brasil y el Perú. Pero la
huelga de guionistas de Hollywood del 2007 hizo cebiche de esta nueva
criatura.
Aunque ahora
se ha hecho posible este homenaje llamado “La forma del agua”, la
verdadera reivindicación que merecía el hombre pez ya existía desde
1998. Fue cuando una científica de la Universidad de Cambridge encontró
en Escocia restos fosilizados de aproximadamente 360 millones de años
atrás. Eran los de un extraño ser anfibio. Una existencia atrapada en
medio de fases evolutivas en que los animales marinos empezaban a tentar
una vida terrestre. Veían la orilla y veían nueva vida. Veían futuro,
esperanza, veían la avenida Nicolás Arriola.
El
descubrimiento fue bautizado como Eucritta melanolimnetes. Que en
griego, el idioma del saber, quiere decir “criatura de la laguna negra”.
La vida imita al arte.
1 La
historia tiene una deuda pendiente con este valiente argentino, miembro
de la expedición libertadora de don José de San Martín, que
desinteresadamente ha prestado su nombre como referencia sucedánea al
estado de una excitación sexual al borde de lo ingobernable.