Interferir,
por ley, en la conciencia de las mujeres es propio de un Estado totalitario
FEDERICO MAYOR ZARAGOZA / JUAN JOSÉ TAMAYO 6 ENE 2014 - 00:00 CET
Demuestran
una grave incoherencia quienes —sean instituciones o personas— condenan el
aborto con la misma vehemencia con que defienden la pena de muerte, propician
la confrontación bélica o permanecen impasibles ante el genocidio colectivo,
por hambre o desamparo, de más de 60.000 personas mientras se invierten en la
seguridad de unos pocos —menos del 20% de la humanidad— 4.000 millones de
dólares diarios en armas y gastos militares.
En el tema
del aborto lo que debemos considerar no es solo la dimensión biológica, sino
también la antropológica. Para intentar establecer cuándo comienza la vida
humana, lo primero que debe precisarse es qué se entiende por “vida” y por
“humana”. Porque si por vida se entiende la capacidad de sobrevivencia autónoma
y por “humana” la aparición de las cualidades propias de la persona, la
cuestión se situaría, desde luego, en una etapa ulterior a la fecundación, e
incluso del nacimiento. En la especie humana, una parte considerable del
desarrollo neuronal tiene lugar después del nacimiento.
No se trata
solo del “derecho humano a la vida”, sino a una “vida digna”, es decir, de
seres humanos dotados para el pleno ejercicio de las facultades distintivas de
su condición. Es, pues, un gran disparate, propio de la incompetencia y de la
irresponsabilidad de quienes toman decisiones que afectan a toda la ciudadanía,
que se prohíba la interrupción del embarazo en casos de malformación del feto.
Identificar anomalías de esta naturaleza —que, si llega a nacer, serán
irreversibles— y exigir a la madre terminar una gestación que, muy
probablemente, concluiría con graves riesgos para la vida de la progenitora, es
una irresponsabilidad política que la ciudadanía no puede permitir y contra la
que debe rebelarse.
En el proceso
de embriogénesis carece de sentido aseverar que el principio y el producto son
la misma cosa, que la semilla es igual al fruto y que la potencia es igual a la
realidad. El cigoto posee el potencial de diferenciarse escalonadamente en
embrión, pero no la potencialidad y la capacidad autónoma y total para ello.
Anticipándose al debate actual sobre esta cuestión, Pedro Laín Entralgo
escribía en El cuerpo humano(1989): “El cigoto humano no es un hombre, un
hombre en acto, y solo de manera incierta y presuntiva puede llegar a ser un individuo
humano”.
Los
científicos —rodeados de interrogantes, más que de respuestas— no pueden
adoptar posiciones dogmáticas en campos de múltiples irisaciones conceptuales,
y, menos aún, en los que entran de lleno las cuestiones filosóficas y
teológicas. Por lo mismo, como Juan Pablo II tuvo ocasión de proclamar con toda
claridad en referencia a Galileo, no corresponde a las autoridades
eclesiásticas pronunciarse sobre temas propios de la ciencia. La misma actitud
debe exigirse a las autoridades políticas.
En un tema
social, legal y humanamente tan complejo como el del aborto, lo mínimo que se
exige es la coherencia. Lo más importante es eliminar las circunstancias que
inducen a abortar, porque la realidad se venga cuando no se la reconoce. Hay
que evitar un nuevo tipo de discriminación: el del “turismo abortivo”, que
practican las personas adineradas, frente al aborto clandestino, lleno de
riesgos y de humillaciones, de las mujeres que no disponen de recursos.
A la
conciencia, el compromiso social y la voluntad política debe unirse la
competencia profesional. Las múltiples facetas que recubren un tema tan
complejo (prevención, educación, rehabilitación, integración, etcétera)
requieren un planteamiento interdisciplinario, con una secuencia bien ordenada
de acciones de acuerdo con los criterios de prioridad que, según el relieve, la
urgencia y la irreversibilidad relativa de los diversos casos, se establezcan.
“La
diferencia entre los políticos y los estadistas”, escribió sir W. Liley,
“consiste en que los primeros piensan en las próximas elecciones y los segundos
en las próximas generaciones”. Asegurar la calidad de vida con todos los
conocimientos científicos es, pues, una acción esencial del Estado. Esto es lo
que se ha logrado con el Plan Nacional de Prevención. Por el contrario, imponer
por ley una vida de sufrimiento e inhumanidad a las personas que nacerán con
graves discapacidades, a sus familias y cuidadores; interferirse, por ley, en
las conciencias de las mujeres hasta violentarlas; no respetar su derecho a
decidir en cuestiones tan personales, íntimas y decisivas para su vida como es
la maternidad e imponérsela es propio de Estados totalitarios. Eso es
precisamente lo que hace el proyecto de Ley de Protección de la Vida del
Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada.
Si a esto se
añade la complicidad con la jerarquía católica española y con las asociaciones
autodenominadas “provida” que, tras presionar de múltiples formas durante la
preparación de la ley, han aplaudido inmediatamente su aprobación por el
Consejo de Ministros —como antes hicieron con la Ley Orgánica de la Calidad
Educativa, que impone la asignatura de religión como evaluable—, e incluso
quieren que sea todavía más restrictiva, estamos ante un Gobierno de tendencias
claramente confesionales de carácter nacional-católico, que va a imponer a la
ciudadanía una moral privada regida por la religión, y no una ética laica,
común a todos los ciudadanos. ¿Qué sucede, entonces? Que, con esta ley, el
Gobierno considera delito lo que los dirigentes eclesiásticos califican de
pecado y, en consecuencia, penaliza a los médicos con la cárcel. ¡Algo
inconcebible en un Estado no confesional!
La
complicidad entre obispos y Gobierno de la nación empero, no es de todos los
católicos, sino de los dirigentes episcopales, que solo se representan a sí
mismos. En el seno del catolicismo existe un amplio pluralismo ideológico en
este tema, y numerosos colectivos católicos defienden la vigente ley de plazos
que ahora se pretende derogar, y se oponen a la ley de Ruiz-Gallardón, que es
contraria a la libertad de conciencia y trata a las mujeres como menores de
edad al no reconocerlas como sujetos morales capaces de decidir por su cuenta.
Lo que estas
reflexiones pretenden es evitar que la ley sea aprobada por la mayoría
parlamentaria absoluta que actualmente permite al Parlamento español adoptar
normas que la mayoría de los ciudadanos rechazan, ya que implica un nuevo
recorte de los derechos humanos, quizá el más grave de todo, cual es el derecho
de las mujeres a elegir libremente la maternidad y hacerlo en tiempo oportuno,
sin coacciones externas, y menos del Estado, que debe velar por el ejercicio de
ese derecho, en vez de negarlo y obstruirlo como hace este proyecto de ley. Hay
que impedir que se consume otro recorte de los derechos de las mujeres, que se
suma a los que el Gobierno del Partido Popular viene llevando a cabo desde su
toma de posesión hace dos años.
Federico
Mayor Zaragoza es presidente de la Fundación Cultura de Paz y Juan
José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las
Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid.
Fuente:
Diario elpais.com
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