ANA TERUEL 1 NOV 2013 -
22:03 CET
Gérard de
Villiers acaba de publicar el 200º tomo de su saga de espías SAS, su alter
ego ficticio con el que recorría los puntos calientes del planeta. A ritmo
de cuatro novelas anuales, seguía la actualidad de cerca gracias a sus
excelentes contactos en los servicios secretos franceses. El público general
leía sus libros enganchado por su infalible receta de sexo, acción e intriga,
mientras que en los círculos de servicios secretos y diplomáticos se leían a
escondidas, buscando discenir qué parte tenían de realidad y cuál de ficción.
Algo denostado por los intelectuales, sin un gran talento literario y acusado
de sexista, reaccionario y con un toque racista, acababa de verse consagrado
por The New York Times como el hombre “que sabía demasiado”. El
novelista murió el pasado 31 de octubre a los 83 años de una larga enfermedad.
“Me considero
como un cuentacuentos, alguien que escribe para distraer a la gente, porque la
mayoría de la gente tiene una vida de mierda”, explicaba sin rodeos De
Villiers, en una reciente entrevista en televisión. Nacido en París el 9 de
diciembre de 1929, de padre autor de teatro y madre heredera de la pequeña
nobleza, empezó su carrera como periodista. La muerte de Ian Flemming en 1964,
el padre de James Bond, le animó a embarcarse en otra saga de espías. Un año
después nació el personaje del príncipe austriaco Marko, o su alteza serenísima
(SAS), detective que trabaja para la CIA persiguiendo a malvados por medio
planeta, principalmente a comunistas durante los años setenta y ochenta, e
islamistas a partir de los noventa.
La primera
entrega, SAS en Estambul, salió así en 1965. La última, La venganza
del Kremlin, se publicó hace menos de un mes. En cuatro décadas, vendió
entre 120 y 150 millones de copias en todo el mundo, según la cifra
aproximativa que él mismo daba, admitiendo haber perdido la cuenta. Sus novelas
se reconocían al primer vistazo por las portadas llamativas de mujeres
exuberantes, ligeras de ropa y arma en mano.
Siguiendo su
formación de periodista, viajaba siempre a los lugares en los que se
desarrollaba su acción y multiplicaba los contactos en el terreno con
diplomáticos, políticos locales, periodistas y cualesquiera fuentes que le
pudieran ser útiles, que a su vez se podían encontrar luego retratados en sus
libros con alguna modificación. Entre sus fuentes, contaba con altos cargos del
servicio secreto francés, empezando por el veterano general Philippe Rondot, al
que se atribuye la captura de Carlos El Chacal. “Los servicios han utilizado
varias veces los SAS para pasar mensajes a sus homólogos”, explicó ayer su
abogado, Eric Morain.
Estos
contactos, su conocimiento del terreno y su intuición le permitían incluso
anticipar eventos. Una intuición que se encontraba por ejemplo en El
complot de El Cairo, publicado en 1980, en el que imaginaba el asesinato
del presidente Anuar el Sadat a manos de fanáticos islamistas. Esto fue apenas
un año antes de que fuera asesinado durante un desfile militar. En 2012, en Pánico
en Bamako, relataba la llegada de columnas de todoterrenos de yihadistas que
venían a la capital malí. “No soy adivino, simplemente elaboro hipótesis a
partir de países que conozco bien y, de vez en cuando, algunas de ellas se
cumplen”, explicaba a la AFP.
Al margen de
su enorme éxito con la serie SAS, dedicó el tiempo libre que le quedaba a
editar otras series de novelas policiacas y acabó fundando su propia editorial,
Murder Inc. De la vieja escuela, escribió hasta el final desde su lujoso
apartamento de la avenida de Foch en su máquina de escribir de 1976. Poco amigo
de las nuevas tecnologías, su muerte fue, sin embargo, anunciada a través de la
red social de Twitter por su abogado, algo que él mismo había deseado como un
último giro inesperado.
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